martes, 24 de mayo de 2011

Las Amantes de Marienburgo. Capítulo 2


Iniciaron el último tramo del camino hasta Krugenheim. Esta ciudad portuaria, en la ribera del río Stir, era el último reducto de civilización, si es que podía considerársela como tal, que iban a encontrar antes de llegar a la Ciudad de los Condenados.

Kali hubiese preferido evitar el detenerse allí, pero el viaje había sido largo y difícil, y las chicas, y ella misma, necesitaban un descanso decente. Y esta era su última oportunidad. Así que habían decidido aceptar el riesgo y pasar una noche en una de las múltiples posadas de la ciudad. No iba a ser una de las de la zona noble, como “El Grifo de Oro” o “La Posada de Mármol”, que hubiesen elegido en otras circunstancia y que evidentemente podían permitirse de sobra. Habían elegido “El Halcón Marino”, una posada del barrio de los gremios, discreta, pero suficientemente alejada de los barrios bajos próximos al puerto.

Se la había recomendado Gait’al, el mercader soleano con el que habían compartido campamento por una noche. Había sido el único capaz de descubrir su identidad. Recordó al pequeño hombrecillo, con su nariz roja por el consumo, excesivo y probablemente continuado, de vino, contar alegres anécdotas alrededor de la fogata., con Stella retorciéndose entre carcajadas. Había sido un buen descanso. Le deseó lo mejor, era un buen hombre.

Según se aproximaban a la entrada del puerto, los sentidos de Kali se iban saturando con las sensaciones que emanaban de una ciudad en plena ebullición. Casi podía notar el sabor del salitre en su boca, mientras sus oídos se colapsaban con los más dispares sonidos. Ahora las maldiciones de los trabajadores mientras descargaban los barcos, barcos que producían un suave ronroneo cuando sus cascos rozaban con la madera del muelle, o sus velas silbaban cuando el viento pasaba, giraba, y se retorcía entre ellas. Las gaviotas graznaban, luchando sin duda por los restos del pescado en la lonja. Restos cuyo olor penetrante casi empezaban a producirle nauseas.

Accedieron a la ciudad por la puerta Sur, que daba directamente al muelle. Este hervía de frenética actividad. Buques de todo tipo se mecían suavemente en sus atraques, mientras mercancías de todo tipo iban y venían entre ellos y los almacenes del puerto.

De un parao de casco plano y velas cuadradas, un grupo de menudos hombres de piel oscura descargaba fajos de tela de vivos colores. Malayos, sin duda. Kali había oído historias sobre ellos y sus terribles espadas, a las que llamaban parang. Hombres peligrosos, pero que no acostumbraban a mezclarse con el resto. No esperaba cruzarse con ellos en la ciudad. Mucho mejor.

Un estilizado navío de casco estrecho y proa elevada rematada en un mascarón con forma de dragón. Hombres envueltos en pieles transportaban voluminosos barriles como si fueran fardos de paja. Los bárbaros del Norte. Sintió un escalofrió.

Otros a quién evitar, ¿y a quién no, en este maldito viaje?

Distinguió también la silueta de un buque de línea. Sus velas negras se mantenían recogidas alrededor de sus dos mástiles. No parecía haber movimiento en el barco ni en sus alrededores…. Piratas.

Las autoridades les permitían la entrada en la ciudad por las presiones de los taberneros, pues se decía que nadie gastaba más en vino y en mujeres que los piratas. Cuando tenían dinero, claro. Alguna posada había sufrido las consecuencias de un dueño demasiado ambicioso y poco precavido. Al fin y al cabo, los piratas eran la escoria del viejo mundo.

Tal como les había indicado el mercader soleano, giraron en la Puerta de Arcadia y enfilaron hacia el barrio de los gremios. Nadie las dirigió más de una mirada.



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Jones dobló la esquina del callejón, anduvo unos pasos y se detuvo. No llegaba a distinguir el fondo. A un lado se amontonaban los restos de basura. Pescado podrido. Para su olfato de marinero no representaba ningún problema. Un ligero roce llegó a sus oídos. Se estremeció. El capitán Tormento Jones nunca había sido un tipo especialmente valiente, más bien se le podía considerar como un miserable cobarde. Aguzó el oído. Ratas. Sonrió para sus adentros. Si estuviesen en alta mar hoy habría carne fresca en el menú. Se relajó .Pensó en la nota que le habían entregado “En el callejón tras la Oficina de Pesca. A las 12. Tengo información. 100 monedas de oro”. No era un papanatas novato, sabía que su cabeza tenía un precio. Así que se había traído a Mary y a Aitor. Giró la cabeza y los distinguió detrás suyo.

-Patanes- gruñó mientras les hacía gestos para que se escondiesen.

Al volver la vista al frente una figura se había plantado junto a él. Dio un respingo e intentó desenvainar el sable de abordaje. El capitán Tormento Jones nunca había sido muy hábil con las armas. A decir verdad, era un inútil consumado, aunque se tenía por un gran espadachín. La guarda del sable se enredó con los flecos del chaleco y se quedó a media vaina. Los ojos del pirata se desorbitaron de miedo.

-Qui, quien eres? –tartamudeó.

-Tranquilo, capitán, -respondió la figura - ¿le gustan las mujeres? ¿Jóvenes y ricas? Puedo proporcionárselas….

A Jones la figura dejó de parecerle amenazadora. Su avaricia y su lujuria vencieron a su cobardía (y eso que era mucha).

¿De qué habla? – Le interpeló - ¿Quién eres? (Dónde diablos estaban esos inútiles de Mary y Aitor …)

La figura se bajó la capucha. Era más baja de lo que le había parecido en un principio. Apareció un rostro sonrosado, nariz roja, grandes bigotes.

Da igual quién sea. –Respondió- Lo que importa es lo que se. Y lo que se que a usted le gusta. Mujeres y dinero. Juntas. Y fáciles. Por sólo 100 monedas … pero puedo marcharme ..

-No, no, espere. Jones le retuvo. Nunca había sido muy inteligente (de hecho se decía que era el más estúpido de todos los piratas que habían surcado los mares en los últimos 200 años), pero era codicioso, muy codicioso. Y le gustaban las mujeres. Siempre tenía que tomarlas por la fuerza, eso sí, pues ninguna se acercaría a él por voluntad propia, desde luego. Su aspecto físico podría describirse como simple y llanamente repulsivo. Esta era pues una buena oportunidad para él.

Desató una bolsa de cuero de su cinturón y se la entregó al hombre. Este la abrió, la sopesó con mano experta y la hizo desaparecer bajo su ropa. No tardó más de dos segundos. Alguien acostumbrado a manejar dinero, pensó, posiblemente un mercader.

Hay un grupo de marienburguesas en la ciudad –dijo – Solas, sin maridos ni escolta. Se esconden bajo los hábitos de monjas Sigmaritas. Pretenden ser una especie de guerreras, pero no son más que … escupió …mujeres. Están en la Posada de “El Halcón Marino”

Dio media vuelta y desapareció en las sombras del fondo del callejón.

El pirata se sonrió. Vaya suerte. Antes de salir hacia Mordheim tendría un buen botín. Y mujeres. Un hilillo de babas se deslizó por la comisura de sus labios. Sus ojos se pusieron vidriosos y sintió una erección.

El Capitán Tormento Jones nunca había sido un buen tipo. Era un cerdo cabrón.



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El salón de “El Halcón Marino” ocupaba gran parte de la planta baja del edificio. Las mesas y bancos de madera de naj se repartían a lo largo de la estancia con un orden definido. Casi todas estaban ocupadas, con lo que el alboroto en el local era considerable. Esto ayudaba a que el grupo de marienburguesas, que ocupaban dos mesas en la esquina más alejada de la entrada, pasase aún más desapercibido.

Habían decidido hacer el viaje hasta Mordheim sin revelar su verdadera identidad. Un grupo de damas adineradas, y solas, podía levantar demasiadas tentaciones. Así pues, habían decidido camuflarse bajo los hábitos de la Orden de Sigmar. Incluso en estas latitudes, y en estos tiempos tan convulsos, las religiosas del Culto Sigmarita eran respetadas.

Conseguir los hábitos y aprender las conductas básicas de la órden no había constituido ningún problema. En Marienburgo las Hermanas gozaban de enorme popularidad y de un gran poder. Y la Hermana Superiora tenía en alta estima a Kali. Le había proporcionado todo lo necesario y la había despedido con su bendición.

Kali observó a las jóvenes que atendían las mesas. Entraban y salían de la cocina, moviéndose grácilmente entre las mesas, portando en equilibrio casi inverosímil, al tiempo que se libraban de las manos de los más atrevidos, bandejas llenas de cuencos de humeante guisado de jabalí, enormes hogazas de pan negro y jarras de cerveza o de vino caliente con especias. A su espalda dejaban el eco de las voces de Paula, la tabernera, que rezongaba entre las cazuelas y los fogones de su cocina.

Un tipo grueso y sudoroso, un estibador del puerto sin duda, con alguna cerveza de más, consiguió atrapar a una de las chicas que pasaba por su lado. Esta, tras librarse ágil y elegantemente de su torpe abrazo le soltó una sonora bofetada que fue recibida con vítores y risotadas por parte de sus compañeros de mesa.

Kali empezó a relajarse al convencerse de que nadie reparaba en ellas y sus amigas demasiado tiempo.

-Pide algo más de vino, es la última noche – Maiwa le guiñó un ojo-

¿Por qué no? ,pensó. No les haría ningún mal. Levantó la mano intentando atraer la atención de alguna de las chicas.

-Déjalo, ya voy yo. Marie se levantó y se dirigió hacia la entrada de la cocina antes de que Kali pudiese impedírselo. La siguió con la mirada. Y entonces ocurrió. La puerta del local se abrió de golpe. Se había abierto muchas otras veces esta noche, pero esta vez había algo diferente, su intuición se lo dijo y su corazón dio un vuelco.

Varias figuras entraron en el local. Su hedor la golpeó como un puño. Antes de que pudiese reaccionar el primero de ellos se acercó a Marie y se encaró con ella.

-Así que Hermanitas de Sigmar – voceó-. Le vio desenvainar un sable con movimientos torpes y agitarlo delante de la cara de Marie mientras gritaba: Soy el capitán Tormento Jones y os voy a enseñar a rezar de verdad.

Marie. Era la más joven del grupo. Procedía de las tierras de Sur, dónde las mujeres son de piel morena y de cabello oscuro. Pero también son más altas y más fuertes. Heredera del trono de Arabia se había unido a ellas para encontrar a su hermano Karl. Marie admiraba y envidiaba el cabello pelirrojo de Kira, y por eso llevaba el suyo teñido de rojo, de un rojo intenso.

Cuando se irguió en toda su estatura y se echó hacia atrás la capucha del hábito, sus ojos desprendían tanto fuego como su cabello. De debajo de su túnica sacó su martillo de guerra, una reliquia de su pueblo que sólo ella era capaz de manejar.

Mientras saltaba sobre las mesas para acudir en ayuda de su amiga, Kali pudo sentir como el miedo y el asombro asomaba a los ojos del pirata. El sable se escurrió de su mano. Kali podría jurar que incluso le vio orinarse. Marie volteó el martillo por encima de su cabeza hasta que lo descargó sobre el pirata, que salió despedido por encima de mesas, platos y vasos.

Kali se sintió a si misma realizando un molinete con su espada corta, tal como había practicado tantas veces con Ibrahim, e impactando contra la torpe guardia de otro de los piratas, que retrocedió trastabillado.

Por el rabillo del ojo vio como las trillizas se enfrentaban a varios piratas más. Así que esto es la lucha por la vida- pensó- sus sentidos se agudizaron, sus músculos se tensaron aún más , su determinación se volvió casi infinita. Su rival estaba recuperando el equilibrio, no podía permitirlo. Sacando partido de su flexibilidad se dobló por la cintura y lanzó una estocada de abajo a arriba que salvó sin problemas la defensa del pirata y mandó su sable dando vueltas lejos de él. Se enderezó bruscamente y golpeó con el mango de su espada el rostro de su oponente. Escuchó el sonido inconfundible de los huesos al quebrarse y sintió como gotas de sangre salpicaban su rostro mientras el pirata se desplomaba.

Se quedó en pie, exhausta y extasiada al tiempo. Observó como dos piratas se afanaban en arrastrar fuera del local al que debía ser su jefe, que no paraba de chillar como un cochinillo en el matadero y que sangraba copiosamente por la cabeza, a causa, sin duda, del martillo de Marie. Las miradas de las dos amigas se cruzaron. Marie esbozó una amplia sonrisa.

Reparó que toda la taberna las vitoreaba -¡ Sigmar, Sigmar!

Iba a ser difícil explicarlo. Kali supo que su disfraz se había perdido. A partir de ahora sería aún más peligroso.

Pero habían ganado su primera batalla.

Envainó su espada y sonrió. Lo conseguirían.



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